28.6.06

El mundo de los sueños

Desde pequeño recuerdo la lucha entre dos mundos que se alternaban irremediablemente, cada vez más reales y cada vez menos discernibles uno del otro.
Una gran puerta colocada horizontalmente a unos centímetros del suelo me conducía de un mundo a otro, aunque difícilmente pude alguna vez saber cual era el verdadero y cual el otro.
Uno de los mundos era terriblemente errático, o tal vez los dos atravesaran lapsos erráticos y otros lineales, pero nunca pude discernirlo así. Algunos dicen que son infinitos mundos, pero como bien se sabe una puerta tiene solo dos lados, por lo tanto son solo dos los mundos.
Cada vez que llegaba a uno de los mundos me convencía de que ése era el real, y todos así me lo afirmaban, me instigaban a olvidar el otro, a negarlo como una absurda alucinación, me exponían demostraciones irrefutables de la realidad de ése mundo y terminaba por aceptarlo como real, hasta que los instintos me arrastraban a la puerta y la anterior seguridad se derrumbaba.
Las mismas personas habitaban en los dos mundos, aunque quien fuera un cura en un mundo podía ser un irrecuperable pedófilo en el otro, o quien fuera el presidente aparecía como un ladrón en el otro. Muy raras veces yo fui yo en ambos mundos, pero aprendí a soportarlo.
Recuerdo un día en un mundo, no se cual de los dos, en que gracias a un gran esfuerzo pude volar por mis propios medios. Al principio solo pude flotar a unos pocos centímetros del suelo, pero luego lo hice con la gracia del fénix y me volví soberbio. Esforzándome cada vez menos me volví cada vez más poderoso y pude hacer todo lo que quise y todo careció de sentido.
Finalmente resolví aceptar al otro mundo como verdadero, todos me apoyaron, me dijeron que había hecho la decisión correcta y hasta yo llegue a creerlo y desearlo así. Sigo visitando a éste mundo, aunque cada vez es más parecido a aquel. Por alguna razón que escapa a mis conocimientos, los de ambos mundos, voy perdiendo mis poderes y el mundo me empieza a someter, pero cuando vuelvo al otro mundo, al real, recuerdo que este mundo es una ilusión, así como fueron mis anteriores poderes, por lo que no lamento la perdida ni festejo mis logros. Tal vez algún día ambos mundos se tornen idénticos, o aprenda a controlar mis instintos y deje de atravesar la puerta, entonces podré vivir una sola vida como la mayoría de la gente. O tal vez, algún día, vuelva a aceptarlo como verdadero y entonces… no, seria una locura, aquel es el único mundo verdadero.

27.5.06

Los dos lados de la montaña

Si usted alguna vez sintió el irreprimible deseo de irse a la mierda sabrá de qué estoy hablando, y si no, tal vez algún día me entienda. La verdad es que la sociedad en que estamos inmersos nos cansa y llega el momento en que queremos abandonarla, aunque sea por un tiempo.
Para algunos ese abandono es la muerte y apaciblemente saltan desde la azotea de un precioso rascacielos para desparramar su masa encefálica por todo el pavimento y, así, recordarles a algunos transeúntes el irremediable final que les espera. Para otros, más pragmáticos, ese escape es la naturaleza y sin pensarlo demasiado, de un día para otro, cargan lo necesario en una mochila y desaparecen, caminando hacia los vastos territorios donde la civilización aun no ha dejado su huella.
De estos últimos era Ernesto. Un día, sin que nadie siquiera lo sospechara, desapareció.
Al volver, nos contó que se despertó un día sin ganas de cruzar a otro ser humano y antes de que esta idea terminara de formarse, clara, en su cabeza, ya sonaba el teléfono, echándolo todo a perder. Sin pensarlo demasiado metió, según sus palabras, “algunos cacharros en la mochila” y se fue caminando despacito, sin saber a donde. Poco a poco la ciudad se fue haciendo menos densa y, luego, cada vez más pequeña a sus espaldas. Mientras oscurecía, el viento arrancaba el calor de su cuerpo, haciendo que cada paso fuera menos decidido. Esa noche acampó. Al retomar la marcha a las pocas horas, sin haber recuperado su juicio, olvidó su carpa a medio armar, así como la había usado. O tal vez la dejó, en realidad no recuerdo bien que dijo, pero si sé que sin importarle siguió caminando y a medida que iba amaneciendo, el camino se iba haciendo más escarpado.
Según su versión de la historia, serian las siete de la mañana cuando vio una sierra o algo así… una montaña chiquita para cualquiera que no supiera mucho de geología.
Se sintió casi enojado por tener que subirla, aunque nunca entendimos bien por que decía “tuve que subirla”, la única respuesta que daba era “Si vos estas yendo para un lado y se te cruza una montaña, hay que treparla, no queda otra. ¿O vos que habrías hecho?” y seguía hablando como desde un antiguo tango, de esos que ya no escucha nadie.
Lo que sea que haya llevado a Ernesto a escalar esa montaña debería ser totalmente lógico para él, porque dos meses le llevo llegar a la cima y “ni las rodadas me provocaban volver” contaba con aire melancólico, como si hubiera estado a punto de abrazar un sueño y en ese instante hubiera despertado.
Ya el primer día que trepaba noto un terrible dolor de estomago, como si el hambre que no había sentido en los anteriores días hiciera de golpe su aparición. Comió unas galletitas secas que había traído sin saberlo en su mochila y ahí se dio cuenta de que iba a andar falto de comida.
En los siguientes días se alimentaría de frutos salvajes que crecían en la zona, o de algún pez que pudiera atrapar en el pequeño cauce de deshielo que corría zigzagueando montaña abajo. Decía, con una tonada artificialmente andaluz, “…pero las frutas esas eran así –y casi unía el índice con el pulgar– y aparte amargas, pero ya al tercer día había insistido lo suficiente como para poder cazar un pez… en ese momento me pareció un manjar, aunque de bruto nomás me lo comí medio crudo.”
La última semana fue la más difícil, nos confesó. Estaba a unos pocos metros de la cumbre pero el frío, la falta de aire y el miedo no le dejaban escalarlos. Subía unos pocos metros y después se resbalaba un poco sin querer y otro poco a propósito.
Finalmente trepó esos últimos metros, que serian cien a lo sumo, y al llegar a la cima y mirar al otro lado se arrodilló y lloró. No eran lágrimas de emoción, era rabia, era tristeza y sobre todo cansancio.
Luego, según nos juró y perjuro, no recuerda nada hasta que despertó en el hospital, es la creencia de los médicos que divago sin rumbo ni conciencia por días. Si no hubiera sido por esos turistas que lo encontraron tirado en la base de la sierra se hubiera muerto deshidratado, de frió, o quien sabe cómo.
De ahí en más sus días fueron tristes y nostálgicos. Cuando salía de la clínica se iba a algún parque o plaza y se quedaba sentado en un banco. Miraba a la gente, los veía caminar de acá para allá; apurados algunos, otros caminando sin prisa, y dejaba caer algún lagrimón sin ganas.
A los dos años murió, se había avejentado más de la cuenta y nunca había salido de su depresión. Pasaba días sin comer y había encontrado en el alcohol un débil consuelo.
La última vez que lo vi fue una semana antes de que muriera. Había salido a buscarlo, como para asegurarme de que vivía y lo encontré en Parque Lezama. Dudé entre saludarlo o no, ya que últimamente no me reconocía, pero me agarro la mano a la pasada y como colgándose de ella me dijo “Sabes pibe… sabes lo que vi del otro lado de la montaña esa…” Yo lo mire como con miedo. En ese momento supe, y creo que él lo sabia de antes, que le quedaban pocos días de vida. “Luces pibe… había luces hasta donde se podía ver… y yo que me quería escapar…”

23.5.06

La bestia

Las limitaciones del humano no le permiten ver la realidad tal cual es… y así caminaba la bestia entre los humanos. Cada uno prestaba atención a sus intereses y percibían aún menos, mientras un manto más oscuro ocultaba a la bestia. Cada humano creía saber que era la realidad y así caminaba la bestia entre ellos… sin existir.
Quien iba a atreverse a decir “Hay monstruosas bestias que caminan entre nosotros al acecho, ustedes no las verán, pero están ahí, y para cuando se den cuenta será demasiado tarde”. Cualquiera que hiciera tal afirmación debería sentirse agradecido si tan solo le dirigieran una condescendiente sonrisa. Lo mas seguro es que terminara en un manicomio. Desayunando narcóticos y merendando electrochoques, abrigado por un chaleco de fuerzas que también le servirá de babero.
El problema es que las bestias como esa existen. Para algunos son monstruosos enemigos, para otros preciosos ángeles, mientras que para la mayoría ni siquiera existen y para cuando las vean será demasiado tarde.

5.5.06

Y la gente caia de espaldas...

Era una noche fría y cada jadeo suyo salía como un claro vapor que se condensaba formando pequeñas gotas de agua en el duro metal, como siempre que uno está arrodillado con un revolver metido en la boca a la orilla de un lago.
Si hubiera hecho un poco mas de frío talvez no hubiera habido ningún transeúnte que se entrometiera, pero los había. Miraban horrorizados y no alcanzaban a intentar disuadirlo antes de que cayeran de espaldas, derramando vida por la frente.
Talvez si hubiera sido un fin de semana habría habido más trafico y éste hubiera ahogado el sonido de los disparos. Pero era un miércoles cualquiera, y la gente escuchaba y miraba horrorizada, y antes de echar a correr caían de espalda, derramando vida por la frente.
Ni el escaso tráfico, ni los gritos horrorizados, ni los cada vez más excesivos disparos lograron acallar los aullidos de las sirenas convergiendo hacia él.
Correr fue la solución lógica... Es lo que hubiera hecho cualquiera en su situación… No pueden culparlo por correr.
Su flequillo se retorcía estertóreamente mientras era empujado por la frente y retenido por una estática masa de aire, su corazón bombeaba con excesiva fuerza y rapidez, su mente se nublaba, como siempre que uno escapa de la policía.
Tal vez si la gente fuera más sensata se habría apartado de su camino. Pero en su mayoría eran buenos ciudadanos, y antes de intentar detenerlo caían de espalda, derramando vida por la frente.
Las sirenas convergieron… pero él había desaparecido.
Tal vez si la policía fuera más eficiente él se habría podido suicidar tranquilo. Pero no lo es, y la gente cae de espaldas, derramando vida por la frente.

5.4.06

Merecido encuentro

“¡Se lo merece!”, es lo que pudo leer Agustina en la mirada del mozo, que le traía una última taza de café, una última dosis de falsas esperanzas, de obstinación por quedarse en ese bar sabiendo que Martín no irá. Pero le da otra oportunidad, se da otra taza de oportunidad.Entre las actividades con las que había desperdiciado valioso tiempo estaban: tomar taza tras taza de café, mirar por la ventana a los peatones que pasaban, tamborilear con los dedos en la mesa al ritmo de una música inaudible y posar la mirada sobre una palabra cualquiera de la revista que había en la mesa mientras se perdía en pensamientos vanos.Vacío había quedado tanto el lugar como la taza. Mientras, Agustina empezaba a entender la culpa que sentía, y la razón por la cual Martín no fue.En verdad se lo merecía ¿Qué arsenal de distracciones habrá creado el pobre para defenderse del aburrimiento? ¿A cuantas infructuosas esperas se habrá visto arrastrado por ella? Ella que ahora empezaba a entender y que necesitaba con desesperación una oportunidad para pedirle perdón. Pero ya ni ese gusto le daría.Ambos habían cambiado mucho durante las inútiles esperas de Martín. Agustina había empezado a amarlo, a un recuerdo ya diluido de él, a un Martín de ensueños. Y él había conocido a Josefina, que no sería perfecta pero era puntual.En medio de estas cavilaciones, la nueva pareja abandonaba un restaurante dos cuadras más al norte y trágicamente el azar los guió hacia el sur, para que pasaran frente a la ventana de un deshabitado bar, donde una rubia esperaba y miraba por la ventana el paso de un nuevo extraño, que nunca más le dirá una palabra, y poco a poco olvidará las que fueron dichas.

27.3.06

El misterio de Moreau

Epifanio Moreau era una persona que, a pesar de caracterizarse por cierta excentricidad, hacia amistades con tremenda facilidad, y por una mezcla de descuido matemático y euforia llego a tener más de cien amigos y algunos miles de conocidos.
Este inmenso hábitat social, que lo rodeaba, hace aun más extraño el hecho de que desapareciera sin dejar ningún rastro firme sobre su paradero. Solo vagos rumores de gente sin vida propia que se dedica a comentar la de los demás.
Para explicar esta desaparición, existen tres teorías principales con infinitos matices cada una:
Algunos afirman que renegó de la sociedad moderna y se fue a vivir a una reserva aborigen, y justifican esta hipótesis alegando que, en los meses antes de desaparecer, Epifanio, había estado estudiando las culturas aborígenes y releyendo a Diógenes el cínico, al cual citaba cada vez que el era posible.
Otros, luego de revisar las casillas de e-mail de Moreau y ver una importante cantidad de información sobre las culturas mayas y aztecas, junto con una importante cantidad de mapas ruteros de Latinoamérica, creían demostrar su huida hacia el norte, aunque diferían entre ellos si lo había hecho hacia Perú, Colombia o Méjico.
A pesar de haber dos teorías aceptablemente sólidas sobre la desaparición de Moreau se conjeturó una tercera, aunque mucho menos difundida.
Un pequeño grupo, compuesto por los que estaban más en contacto con su bohemia, afirman que está, incluso en este momento, encerrado en su departamento, escribiendo una novela, única en su estilo, que le exige un aislamiento total.
Entre las pruebas que presentan se encuentran: todas las pruebas que exponen los otros dos grupos, la declaración de un anciano, dueño de un pequeño almacén, que dice haberle vendido alimentos para varias semanas y una gran cantidad de tequila a un joven de unos treinta años de largas barbas y cabellos, el video de seguridad de un cajero automático que lo muestra sucio y harapiento y, finalmente, la afirmación de eclesiásticos de que el demonio se ha vuelto invisible y se ha mezclado con el rebaño.
El misterio de Moreau sigue sin resolver, aunque son cada vez más los que afirman que él se mueve entre nosotros como un rayo de sol: invisible para quien lo mira por los lados, insoportable para quien lo ve de frente.

14.3.06

De cuanto odio a los curas o Sade del siglo XXI

En honor a Donatien Alphonse François, el marqués de Sade.
Una mente iluminada en una época de oscuridad.

Termino de enjuagarme la espuma del shampoo y puedo comprobar que efectivamente mi pelo quedo mas limpio y brillante, tal como anunciaba el envase en estridentes letras verdiazules. Me seco con una suave toalla de algodón y me pongo unos jeans de un extraño azul metalizado, una remera manga corta y unas zapatillas de un material que simula el cuero de algún animal que nunca existió.
El vapor, duplicado por gracia del espejo, entorpece mi peinar y al cabo de unos segundos salgo presionando una perilla que apagará la luz. Camino hasta mi escritorio y tomando el celular envió las fotos que tengo ahí almacenadas a un satélite y de vuelta a la computadora que esta sobre el escritorio, me siento, les retoco unos detalles, un cascada por ahí, un árbol por allá y se las envió por e-mail a un amigo de Moscú que nunca vi, pero se llama krit328, con un breve comentario describiendo mis vacaciones en las cataratas de Niágara. Me impulso, aún en la silla, y me deslizo hasta en frente al televisor y mientras veo un documental en el que describen de cuantas formas podría ser, y será, destruido nuestro mundo en el transcurso de miles de millones de años, pienso en el largo camino que hemos recorrido desde nuestros primitivos antepasados. De cuanto más evolucionados somos que aquellos arcaicos simios que pintaban animales en las profundidades de las cavernas, dándose licencias para dibujar unos muslos mas grandes y relamerse pensando en el festín que seria si lograra atrapar uno, y modificaba algún otro atributo y mas se relamía.
Que triste me sentiría si supiera, pero no sé, que dos cuadras mas al este una manada de esos seres se abalanzan al interior de un gigantesco monumento, mientras que en algún otro lugar, a solo unos metros de distancia, hay un pequeño ser que pinta sus deseos y se relame, le agrega un poco mas de bondad y agranda su deidad, y se relame, se lo imagina como un pequeño niño y se masturba tratando de llegar al paraíso, y se limpia rápidamente en su sotana para dar la misa de las ocho.

25.1.06

Los visitantes

Las pampas se extendían infinitas al cubierto de las tinieblas nocturnas. Una fogata rasgaba la invisible infinidad rodeando de un halo luminoso a tres hombres, como podemos ser vos y yo, como puede ser cualquiera, que charlaban y dibujaban en el calcinado suelo con finas ramas. La suave brisa, ante la cual sus largas cabelleras se mantenían inmutables, fue denunciada por las chispas que flotaban a la perdición de la noche, en una lucha de antemano perdida.
El silencio, o el canto de un búho, fue quebrado por una ronca voz y una mirada que parecía más siniestra ante el fulgor del fuego.
- Si lo consideran con calma se darán cuenta de que vienen en paz y que en paz deberemos esperarlos.
- Suponer que viene en paz es tan, o más, arriesgado que suponer que vienen en son de guerra – Replicó quien estaba a su lado, con la misma voz ronca pero cauta. El tercero los miró y sin proferir palabra se alejo unos pocos metros, como para señalar que esa charla no pertenecía a su esfera.
- Nadie cruzaría semejantes distancias, ni enfrentaría inimaginables peligros simplemente para desatar la guerra con desconocidos.
- No sabemos cuales son esas distancias, ni cuales son esos peligros – Contestó el segundo, mientras borraba con su vara los extravagantes dibujos hechos por el primero.
- Pero observa esas inmensas naves, capaces de viajar más allá de lo que jamás hemos llegado. Seres tan avanzados como estos, no vendrían simplemente para asesinarnos y despojarnos – Dijo el primero mientras dibujaba las extrañas naves en el suelo.
- Seres tan avanzados como estos, ¿Por qué habrían de tener alguna consideración para con nuestras vidas o posesiones? ¿Acaso no seriamos insignificantes para ellos, así como ellos son magníficos para nosotros? – Replicó impacientándolo.
- Pero ¿Qué clase de dios permitiría tal atrocidad? – Protestó irrefutable y mientras esperaba la respuesta, la furia en sus ojos parecía ser alimentada por el fuego. Y el otro solo llego a balbucear:
- Ninguno.
Estos dos al ver que amanecería en cualquier momento, y con las dudas despejadas por la larga deliberación, despertaron a todo el poblado para organizar un banquete de bienvenida, mientras que el tercero, acompañado por unos pocos, tomo sus armas y fue a esperar a los viajeros.
Basto que uno solo, de los centenares de pies conquistadores, pisara tierra, para que este reducido grupo aborigen saliera a su encuentro. Los visitantes retrocedieron un paso, y los cielos tronaron ignorando el apacible celeste que lo pintaba, y sus lanzas escupieron fuego poniendo fin a la enemistad de éste con la madera, y los aborígenes cayeron sin entender del todo esa desconocida magia.
Poco a poco los conquistadores avanzaron. Elaboraron mapas, asesinaron, y esclavizaron, todo con la misma precisión y dedicación.
A ninguna de las colinas registradas en los mapas les permitieron sus antiguos nombres; a ninguno de los muertos les permitieron sus antiguos nirvanas, presos bajo la cruz; y a ninguno de los esclavos les permitieron sus antiguas costumbres, ni la de recordar que una vez fueron libres, ni la de recordar que una vez fueron ellos los pobladores de esta tierra, ni siquiera la de recordar a esos dioses, que avanzaban desde mas allá del horizonte a su rescate y que nunca llegaron.

Trepando el árbol del conocimiento

El niño, al poco tiempo de comenzar el ascenso de aquel árbol, había notado que a medida que subía, los frutos eran más dulces, y hoy, convertido en todo un hombre, trepaba rápidamente de rama en rama, flexionándose y saltando, contorsionándose y balanceándose; con el cuerpo adaptado a tales tareas, mordisqueaba rápidamente los frutos que descubría, sin detener su avance, cada día más alto, cada día más cerca.
Hacia el final de su ascenso advirtió algo que brilló en lo alto y desapareció inmediatamente, dejándolo con la incertidumbre de si era real o sólo un desvarío de su mente. Apuró su ascenso y empezó a dilucidar qué era.
Inconfundible por su brillo; único en su belleza, trascendental, sin mejores palabras con las cuales describirlo; allí lo esperaba el más deseado de los frutos, el que le revelaría, al fin, el universo tal cual es.
Cuando llegó a la cima pudo mirar los horizontes sin nada que se interpusiera en su camino, desbordado de emociones lloró y rió, abrazó su botín y entornó los ojos como soñando. Al abrirlos estaba en la base de un árbol, no de cualquier árbol, sino del árbol del conocimiento, el árbol al cual había trepado y del cual se había alimentado por años. Miró alrededor y vio todo exactamente igual al día en que lo descubrió, miró al árbol y en su base vio a un niño que miraba para arriba, lo miró emocionado y con simpatía le dio una manzana dorada y le dijo, “ya cumpliste este sueño, ahora ve y cumple los otros, yo ya soy viejo y he sufrido demasiado como para intentarlo”. Se recostó contra el árbol y vio al niño que una vez fue alejarse caminando, abrazar la manzana y dejar el fantasma de una sonrisa. Mientras, se desvanecía en el aire en busca de algún sueño que cumplir, un horizonte que alcanzar para reemplazarlo por otro más lejano, pero igualmente conquistable.

Tren al presente

Faltaban algunos minutos para la una y media cuando los relojes se detuvieron. Desde todos los puntos de la ciudad empezaron a llegar, nerviosos y asustados, los habitantes, que veían caer el sol por un lado y se impacientaban; que no veían venir el tren desde el otro extremo y alimentaban su temor; desesperados, miraban el reloj de la terminal y lo veían inerte, marcando casi la una y treinta minutos, contrastando con la luz ya rojiza del sol y la invisibilidad del tren.
La muchedumbre pululaba, los empujones aumentaban en intensidad y llegó un momento en que, el sol rozó tan peligrosamente el horizonte, mientras el tren aún se escondía tras el otro extremo del campo visual, que el instinto prevaleció sobre la razón.
Fue uno de los más débiles pobladores, que recitando el Apocalipsis empezó a correr hacia el sol, quien comenzó el pánico que se extendería como un virus hasta alcanzar a casi la totalidad de los presentes, que desesperados huyeron hacia el poniente. Sólo dos personas fueron lo suficientemente sabias como para mantener la calma, y esperar por un par de minutos más, tomar el tren y ver a los demás por las ventanillas, haciéndose más pequeños mientras quedaban atrás y eran devorados por las penumbras del olvido, mientras ellos dos se dirigían al futuro, ese lugar donde los relojes dan la hora exacta y el sol brilla en lo alto sin dejar lugar a las lúgubres sombras.

El otro

El aire era tibio la última vez que vi a un hombre.
Profundo en el bosque las hojas llovían y crepitaban, las aves cantaban y volaban, y ese hombre sentado y recostado contra un árbol me miró y supe que me entendía, tocó su flauta unos minutos haciendo palidecer al mundo y con una voz que parecía venir del más allá me habló de lo por venir.
- Este mundo se está terminando, ha cumplido su ciclo y no nos es más útil. Es hora de trasmutar como la uva en vino, como el gusano en mariposa, destruir lo que queda de animal en el hombre, hora de destruirlo todo y crear un hombre nuevo.
Dicho esto se levantó y caminó hacia la montaña, subiendo hasta perderse de mi vista.
Él fue el último hombre que viera, y aunque no lo he visto desde ese día, sé que vive. En las oscuras noches sin luna y de estrellas diluidas, cuando el peso de la oscuridad no le permite continuar su viaje, lo puedo escuchar tocar su flauta para guiar mi ascenso, pero siempre me precede, más allá de mi vista, más allá de la vista de cualquiera.

Cavernícolas

Infinitas parecen las cavernas que habitamos, un laberinto de oscuros senderos que se conectan, bifurcan y entrelazan abarcando más de lo que un hombre es capaz de recorrer en su vida. Sabemos que arriba hay otros que viven, parecidos a nosotros, en cierta manera, pero recorriendo un mundo de luz y colores.
Pálidos dirían ellos que somos, si nos asomáramos a ese mundo de eterna incandescencia y estridentes colores, pero está demasiado lejos de nuestras posibilidades. A este mundo de subterráneos pasadizos estamos condenados; sólo los oscuros vapores que nos rodean tenemos permitido respirar y sólo al negro es sensible nuestra vista.
Lo que este sentido nos priva nos lo provee la mente, y así, hemos imaginado la luz y los colores, esos negros distintos, menos negros y más otra cosa, los pasadizos al descubierto y de paredes tan separadas que es imposible alcanzarlas, pero muy lejos están nuestras mentes de poder imaginar lo que uno de nosotros vio una vez.
Aquel que vio un habitante de la superficie, lo describió como demasiado ajeno a nuestro mundo como para aplicarle nuestras palabras.
Apareció desde el techo como si las leyes del universo no se impusieran a él, e hizo retroceder la negra oscuridad reemplazándola por colores. De pronto ese increíble ser miró y llenó de colores a nuestro camarada, y éste pudo ver cada parte de su cuerpo, que hasta ese entonces había sentido pero nunca visto. Luego este semidiós retrocedió hacia la superficie respaldado por cegadoras luces.
De nada pudo hablar aquel habitante, a partir de ese día, que no fuera de los colores, ni siquiera su nombre obtuvieron, sólo hablaba de la calidez de la luz, y de la infinidad de colores que existen, siendo el negro sólo uno de ellos, el menos alegre de ellos; y nadie siquiera podía vislumbrar lo que él había visto con esos ojos que buscaban desesperados un simple fotón y no lo encontraban.
Días después se suicidó, desesperado por la incomprensión, y la depresión de perder ese mundo que tuvo tan cerca, pero que se le escapó.
Sólo nos han quedado los mitos sobre el mundo de arriba, bañado en luz y colores, las ciudades infinitas, los mares interminables, las estrellas y planetas, pero nadie ha encontrado un camino que lo lleve a él, excepto aquél, que se llevó el secreto a la tumba, reconociendo, tal vez, que si ascendiéramos, lo ultrajaríamos hasta el punto de que dejaría de interesarnos, y con el tiempo, y el paso de las generaciones, empezaríamos a preguntarnos sobre el mundo subterráneo del que hablan los mitos y que nunca nadie ha visto.