25.1.06

Los visitantes

Las pampas se extendían infinitas al cubierto de las tinieblas nocturnas. Una fogata rasgaba la invisible infinidad rodeando de un halo luminoso a tres hombres, como podemos ser vos y yo, como puede ser cualquiera, que charlaban y dibujaban en el calcinado suelo con finas ramas. La suave brisa, ante la cual sus largas cabelleras se mantenían inmutables, fue denunciada por las chispas que flotaban a la perdición de la noche, en una lucha de antemano perdida.
El silencio, o el canto de un búho, fue quebrado por una ronca voz y una mirada que parecía más siniestra ante el fulgor del fuego.
- Si lo consideran con calma se darán cuenta de que vienen en paz y que en paz deberemos esperarlos.
- Suponer que viene en paz es tan, o más, arriesgado que suponer que vienen en son de guerra – Replicó quien estaba a su lado, con la misma voz ronca pero cauta. El tercero los miró y sin proferir palabra se alejo unos pocos metros, como para señalar que esa charla no pertenecía a su esfera.
- Nadie cruzaría semejantes distancias, ni enfrentaría inimaginables peligros simplemente para desatar la guerra con desconocidos.
- No sabemos cuales son esas distancias, ni cuales son esos peligros – Contestó el segundo, mientras borraba con su vara los extravagantes dibujos hechos por el primero.
- Pero observa esas inmensas naves, capaces de viajar más allá de lo que jamás hemos llegado. Seres tan avanzados como estos, no vendrían simplemente para asesinarnos y despojarnos – Dijo el primero mientras dibujaba las extrañas naves en el suelo.
- Seres tan avanzados como estos, ¿Por qué habrían de tener alguna consideración para con nuestras vidas o posesiones? ¿Acaso no seriamos insignificantes para ellos, así como ellos son magníficos para nosotros? – Replicó impacientándolo.
- Pero ¿Qué clase de dios permitiría tal atrocidad? – Protestó irrefutable y mientras esperaba la respuesta, la furia en sus ojos parecía ser alimentada por el fuego. Y el otro solo llego a balbucear:
- Ninguno.
Estos dos al ver que amanecería en cualquier momento, y con las dudas despejadas por la larga deliberación, despertaron a todo el poblado para organizar un banquete de bienvenida, mientras que el tercero, acompañado por unos pocos, tomo sus armas y fue a esperar a los viajeros.
Basto que uno solo, de los centenares de pies conquistadores, pisara tierra, para que este reducido grupo aborigen saliera a su encuentro. Los visitantes retrocedieron un paso, y los cielos tronaron ignorando el apacible celeste que lo pintaba, y sus lanzas escupieron fuego poniendo fin a la enemistad de éste con la madera, y los aborígenes cayeron sin entender del todo esa desconocida magia.
Poco a poco los conquistadores avanzaron. Elaboraron mapas, asesinaron, y esclavizaron, todo con la misma precisión y dedicación.
A ninguna de las colinas registradas en los mapas les permitieron sus antiguos nombres; a ninguno de los muertos les permitieron sus antiguos nirvanas, presos bajo la cruz; y a ninguno de los esclavos les permitieron sus antiguas costumbres, ni la de recordar que una vez fueron libres, ni la de recordar que una vez fueron ellos los pobladores de esta tierra, ni siquiera la de recordar a esos dioses, que avanzaban desde mas allá del horizonte a su rescate y que nunca llegaron.

Trepando el árbol del conocimiento

El niño, al poco tiempo de comenzar el ascenso de aquel árbol, había notado que a medida que subía, los frutos eran más dulces, y hoy, convertido en todo un hombre, trepaba rápidamente de rama en rama, flexionándose y saltando, contorsionándose y balanceándose; con el cuerpo adaptado a tales tareas, mordisqueaba rápidamente los frutos que descubría, sin detener su avance, cada día más alto, cada día más cerca.
Hacia el final de su ascenso advirtió algo que brilló en lo alto y desapareció inmediatamente, dejándolo con la incertidumbre de si era real o sólo un desvarío de su mente. Apuró su ascenso y empezó a dilucidar qué era.
Inconfundible por su brillo; único en su belleza, trascendental, sin mejores palabras con las cuales describirlo; allí lo esperaba el más deseado de los frutos, el que le revelaría, al fin, el universo tal cual es.
Cuando llegó a la cima pudo mirar los horizontes sin nada que se interpusiera en su camino, desbordado de emociones lloró y rió, abrazó su botín y entornó los ojos como soñando. Al abrirlos estaba en la base de un árbol, no de cualquier árbol, sino del árbol del conocimiento, el árbol al cual había trepado y del cual se había alimentado por años. Miró alrededor y vio todo exactamente igual al día en que lo descubrió, miró al árbol y en su base vio a un niño que miraba para arriba, lo miró emocionado y con simpatía le dio una manzana dorada y le dijo, “ya cumpliste este sueño, ahora ve y cumple los otros, yo ya soy viejo y he sufrido demasiado como para intentarlo”. Se recostó contra el árbol y vio al niño que una vez fue alejarse caminando, abrazar la manzana y dejar el fantasma de una sonrisa. Mientras, se desvanecía en el aire en busca de algún sueño que cumplir, un horizonte que alcanzar para reemplazarlo por otro más lejano, pero igualmente conquistable.

Tren al presente

Faltaban algunos minutos para la una y media cuando los relojes se detuvieron. Desde todos los puntos de la ciudad empezaron a llegar, nerviosos y asustados, los habitantes, que veían caer el sol por un lado y se impacientaban; que no veían venir el tren desde el otro extremo y alimentaban su temor; desesperados, miraban el reloj de la terminal y lo veían inerte, marcando casi la una y treinta minutos, contrastando con la luz ya rojiza del sol y la invisibilidad del tren.
La muchedumbre pululaba, los empujones aumentaban en intensidad y llegó un momento en que, el sol rozó tan peligrosamente el horizonte, mientras el tren aún se escondía tras el otro extremo del campo visual, que el instinto prevaleció sobre la razón.
Fue uno de los más débiles pobladores, que recitando el Apocalipsis empezó a correr hacia el sol, quien comenzó el pánico que se extendería como un virus hasta alcanzar a casi la totalidad de los presentes, que desesperados huyeron hacia el poniente. Sólo dos personas fueron lo suficientemente sabias como para mantener la calma, y esperar por un par de minutos más, tomar el tren y ver a los demás por las ventanillas, haciéndose más pequeños mientras quedaban atrás y eran devorados por las penumbras del olvido, mientras ellos dos se dirigían al futuro, ese lugar donde los relojes dan la hora exacta y el sol brilla en lo alto sin dejar lugar a las lúgubres sombras.

El otro

El aire era tibio la última vez que vi a un hombre.
Profundo en el bosque las hojas llovían y crepitaban, las aves cantaban y volaban, y ese hombre sentado y recostado contra un árbol me miró y supe que me entendía, tocó su flauta unos minutos haciendo palidecer al mundo y con una voz que parecía venir del más allá me habló de lo por venir.
- Este mundo se está terminando, ha cumplido su ciclo y no nos es más útil. Es hora de trasmutar como la uva en vino, como el gusano en mariposa, destruir lo que queda de animal en el hombre, hora de destruirlo todo y crear un hombre nuevo.
Dicho esto se levantó y caminó hacia la montaña, subiendo hasta perderse de mi vista.
Él fue el último hombre que viera, y aunque no lo he visto desde ese día, sé que vive. En las oscuras noches sin luna y de estrellas diluidas, cuando el peso de la oscuridad no le permite continuar su viaje, lo puedo escuchar tocar su flauta para guiar mi ascenso, pero siempre me precede, más allá de mi vista, más allá de la vista de cualquiera.

Cavernícolas

Infinitas parecen las cavernas que habitamos, un laberinto de oscuros senderos que se conectan, bifurcan y entrelazan abarcando más de lo que un hombre es capaz de recorrer en su vida. Sabemos que arriba hay otros que viven, parecidos a nosotros, en cierta manera, pero recorriendo un mundo de luz y colores.
Pálidos dirían ellos que somos, si nos asomáramos a ese mundo de eterna incandescencia y estridentes colores, pero está demasiado lejos de nuestras posibilidades. A este mundo de subterráneos pasadizos estamos condenados; sólo los oscuros vapores que nos rodean tenemos permitido respirar y sólo al negro es sensible nuestra vista.
Lo que este sentido nos priva nos lo provee la mente, y así, hemos imaginado la luz y los colores, esos negros distintos, menos negros y más otra cosa, los pasadizos al descubierto y de paredes tan separadas que es imposible alcanzarlas, pero muy lejos están nuestras mentes de poder imaginar lo que uno de nosotros vio una vez.
Aquel que vio un habitante de la superficie, lo describió como demasiado ajeno a nuestro mundo como para aplicarle nuestras palabras.
Apareció desde el techo como si las leyes del universo no se impusieran a él, e hizo retroceder la negra oscuridad reemplazándola por colores. De pronto ese increíble ser miró y llenó de colores a nuestro camarada, y éste pudo ver cada parte de su cuerpo, que hasta ese entonces había sentido pero nunca visto. Luego este semidiós retrocedió hacia la superficie respaldado por cegadoras luces.
De nada pudo hablar aquel habitante, a partir de ese día, que no fuera de los colores, ni siquiera su nombre obtuvieron, sólo hablaba de la calidez de la luz, y de la infinidad de colores que existen, siendo el negro sólo uno de ellos, el menos alegre de ellos; y nadie siquiera podía vislumbrar lo que él había visto con esos ojos que buscaban desesperados un simple fotón y no lo encontraban.
Días después se suicidó, desesperado por la incomprensión, y la depresión de perder ese mundo que tuvo tan cerca, pero que se le escapó.
Sólo nos han quedado los mitos sobre el mundo de arriba, bañado en luz y colores, las ciudades infinitas, los mares interminables, las estrellas y planetas, pero nadie ha encontrado un camino que lo lleve a él, excepto aquél, que se llevó el secreto a la tumba, reconociendo, tal vez, que si ascendiéramos, lo ultrajaríamos hasta el punto de que dejaría de interesarnos, y con el tiempo, y el paso de las generaciones, empezaríamos a preguntarnos sobre el mundo subterráneo del que hablan los mitos y que nunca nadie ha visto.