27.5.06

Los dos lados de la montaña

Si usted alguna vez sintió el irreprimible deseo de irse a la mierda sabrá de qué estoy hablando, y si no, tal vez algún día me entienda. La verdad es que la sociedad en que estamos inmersos nos cansa y llega el momento en que queremos abandonarla, aunque sea por un tiempo.
Para algunos ese abandono es la muerte y apaciblemente saltan desde la azotea de un precioso rascacielos para desparramar su masa encefálica por todo el pavimento y, así, recordarles a algunos transeúntes el irremediable final que les espera. Para otros, más pragmáticos, ese escape es la naturaleza y sin pensarlo demasiado, de un día para otro, cargan lo necesario en una mochila y desaparecen, caminando hacia los vastos territorios donde la civilización aun no ha dejado su huella.
De estos últimos era Ernesto. Un día, sin que nadie siquiera lo sospechara, desapareció.
Al volver, nos contó que se despertó un día sin ganas de cruzar a otro ser humano y antes de que esta idea terminara de formarse, clara, en su cabeza, ya sonaba el teléfono, echándolo todo a perder. Sin pensarlo demasiado metió, según sus palabras, “algunos cacharros en la mochila” y se fue caminando despacito, sin saber a donde. Poco a poco la ciudad se fue haciendo menos densa y, luego, cada vez más pequeña a sus espaldas. Mientras oscurecía, el viento arrancaba el calor de su cuerpo, haciendo que cada paso fuera menos decidido. Esa noche acampó. Al retomar la marcha a las pocas horas, sin haber recuperado su juicio, olvidó su carpa a medio armar, así como la había usado. O tal vez la dejó, en realidad no recuerdo bien que dijo, pero si sé que sin importarle siguió caminando y a medida que iba amaneciendo, el camino se iba haciendo más escarpado.
Según su versión de la historia, serian las siete de la mañana cuando vio una sierra o algo así… una montaña chiquita para cualquiera que no supiera mucho de geología.
Se sintió casi enojado por tener que subirla, aunque nunca entendimos bien por que decía “tuve que subirla”, la única respuesta que daba era “Si vos estas yendo para un lado y se te cruza una montaña, hay que treparla, no queda otra. ¿O vos que habrías hecho?” y seguía hablando como desde un antiguo tango, de esos que ya no escucha nadie.
Lo que sea que haya llevado a Ernesto a escalar esa montaña debería ser totalmente lógico para él, porque dos meses le llevo llegar a la cima y “ni las rodadas me provocaban volver” contaba con aire melancólico, como si hubiera estado a punto de abrazar un sueño y en ese instante hubiera despertado.
Ya el primer día que trepaba noto un terrible dolor de estomago, como si el hambre que no había sentido en los anteriores días hiciera de golpe su aparición. Comió unas galletitas secas que había traído sin saberlo en su mochila y ahí se dio cuenta de que iba a andar falto de comida.
En los siguientes días se alimentaría de frutos salvajes que crecían en la zona, o de algún pez que pudiera atrapar en el pequeño cauce de deshielo que corría zigzagueando montaña abajo. Decía, con una tonada artificialmente andaluz, “…pero las frutas esas eran así –y casi unía el índice con el pulgar– y aparte amargas, pero ya al tercer día había insistido lo suficiente como para poder cazar un pez… en ese momento me pareció un manjar, aunque de bruto nomás me lo comí medio crudo.”
La última semana fue la más difícil, nos confesó. Estaba a unos pocos metros de la cumbre pero el frío, la falta de aire y el miedo no le dejaban escalarlos. Subía unos pocos metros y después se resbalaba un poco sin querer y otro poco a propósito.
Finalmente trepó esos últimos metros, que serian cien a lo sumo, y al llegar a la cima y mirar al otro lado se arrodilló y lloró. No eran lágrimas de emoción, era rabia, era tristeza y sobre todo cansancio.
Luego, según nos juró y perjuro, no recuerda nada hasta que despertó en el hospital, es la creencia de los médicos que divago sin rumbo ni conciencia por días. Si no hubiera sido por esos turistas que lo encontraron tirado en la base de la sierra se hubiera muerto deshidratado, de frió, o quien sabe cómo.
De ahí en más sus días fueron tristes y nostálgicos. Cuando salía de la clínica se iba a algún parque o plaza y se quedaba sentado en un banco. Miraba a la gente, los veía caminar de acá para allá; apurados algunos, otros caminando sin prisa, y dejaba caer algún lagrimón sin ganas.
A los dos años murió, se había avejentado más de la cuenta y nunca había salido de su depresión. Pasaba días sin comer y había encontrado en el alcohol un débil consuelo.
La última vez que lo vi fue una semana antes de que muriera. Había salido a buscarlo, como para asegurarme de que vivía y lo encontré en Parque Lezama. Dudé entre saludarlo o no, ya que últimamente no me reconocía, pero me agarro la mano a la pasada y como colgándose de ella me dijo “Sabes pibe… sabes lo que vi del otro lado de la montaña esa…” Yo lo mire como con miedo. En ese momento supe, y creo que él lo sabia de antes, que le quedaban pocos días de vida. “Luces pibe… había luces hasta donde se podía ver… y yo que me quería escapar…”

23.5.06

La bestia

Las limitaciones del humano no le permiten ver la realidad tal cual es… y así caminaba la bestia entre los humanos. Cada uno prestaba atención a sus intereses y percibían aún menos, mientras un manto más oscuro ocultaba a la bestia. Cada humano creía saber que era la realidad y así caminaba la bestia entre ellos… sin existir.
Quien iba a atreverse a decir “Hay monstruosas bestias que caminan entre nosotros al acecho, ustedes no las verán, pero están ahí, y para cuando se den cuenta será demasiado tarde”. Cualquiera que hiciera tal afirmación debería sentirse agradecido si tan solo le dirigieran una condescendiente sonrisa. Lo mas seguro es que terminara en un manicomio. Desayunando narcóticos y merendando electrochoques, abrigado por un chaleco de fuerzas que también le servirá de babero.
El problema es que las bestias como esa existen. Para algunos son monstruosos enemigos, para otros preciosos ángeles, mientras que para la mayoría ni siquiera existen y para cuando las vean será demasiado tarde.

5.5.06

Y la gente caia de espaldas...

Era una noche fría y cada jadeo suyo salía como un claro vapor que se condensaba formando pequeñas gotas de agua en el duro metal, como siempre que uno está arrodillado con un revolver metido en la boca a la orilla de un lago.
Si hubiera hecho un poco mas de frío talvez no hubiera habido ningún transeúnte que se entrometiera, pero los había. Miraban horrorizados y no alcanzaban a intentar disuadirlo antes de que cayeran de espaldas, derramando vida por la frente.
Talvez si hubiera sido un fin de semana habría habido más trafico y éste hubiera ahogado el sonido de los disparos. Pero era un miércoles cualquiera, y la gente escuchaba y miraba horrorizada, y antes de echar a correr caían de espalda, derramando vida por la frente.
Ni el escaso tráfico, ni los gritos horrorizados, ni los cada vez más excesivos disparos lograron acallar los aullidos de las sirenas convergiendo hacia él.
Correr fue la solución lógica... Es lo que hubiera hecho cualquiera en su situación… No pueden culparlo por correr.
Su flequillo se retorcía estertóreamente mientras era empujado por la frente y retenido por una estática masa de aire, su corazón bombeaba con excesiva fuerza y rapidez, su mente se nublaba, como siempre que uno escapa de la policía.
Tal vez si la gente fuera más sensata se habría apartado de su camino. Pero en su mayoría eran buenos ciudadanos, y antes de intentar detenerlo caían de espalda, derramando vida por la frente.
Las sirenas convergieron… pero él había desaparecido.
Tal vez si la policía fuera más eficiente él se habría podido suicidar tranquilo. Pero no lo es, y la gente cae de espaldas, derramando vida por la frente.